Tengo que reconocer que llevar a un familiar a una residencia siempre ha sido un tema cargado de prejuicios. La frase suele despertar imágenes de abandono, frialdad o indiferencia. Pero la realidad, cuando se vive de cerca y sin adornos, es mucho más simple: fue la mejor decisión que pudimos tomar.
Son muchos los que te dicen, “mi madre a una residencia, nunca”. Bueno, pues no abras mucho la boca porque nunca se sabe. Son miles las circunstancias de cada persona, para decir que mientras tú vivas tu madre o tu padre estarán contigo.
Yo, por ejemplo, lo entendí tarde. Durante meses insistí en que podía con todo. El caso de mi madre os lo voy a contar, y así me abro de par en par. Ella necesitaba ayuda para vestirse, para bañarse, para organizar la medicación. Al principio parecía manejable.
Yo adaptaba mis horarios de trabajo, posponía citas, dormía menos. Y ella estaba feliz y me decía que no quería ser una carga, que todavía podía sola. Ambos estábamos fingiendo.
Y aquí aparece el tabú: la idea de la residencia. Durante generaciones, se nos ha enseñado que los hijos “deben” cuidar a los padres en casa, sin excepción. Como si las casas estuvieran diseñadas para dar atención médica, como si los hijos tuvieran siempre el conocimiento, la paciencia y la fuerza física para sostener ese cuidado. Decir en voz alta “creo que estaría mejor en una residencia” suena casi como una traición.
Pero la realidad era otra. Ella necesitaba supervisión médica, rutinas claras, profesionales preparados. Y yo necesitaba descansar, trabajar, vivir sin sentir que estaba a punto de fallar en todo. El cambio no fue inmediato. Hubo dudas, discusiones familiares, incluso reproches. Hasta que entramos juntos a la residencia.
Las residencias, o al menos esta, la residencia Castilla, no se parecen en nada a las caricaturas que se suelen repetir. No son lugares grises ni fríos donde las personas se apagan. Son espacios pensados para el día a día: habitaciones cómodas, actividades programadas, médicos y enfermeras disponibles. En este caso hay que reconocer que las películas y las series han hecho mucho daño.
Mejor relación
Lo sorprendente fue que también cambió mi relación con ella. En casa, yo era el vigilante, el que insistía con las pastillas, el que corregía olvidos. La convivencia se reducía a un control constante. En la residencia, esas tareas las asumieron otros. Yo podía visitarla para hablar, escucharla, compartir un café en la sala común. Recuperamos algo de la relación madre-hijo que se había diluido entre responsabilidades.
Lo que más llama la atención es la reacción de los demás. Cuando alguien pregunta “¿cómo está tu madre?”, y uno responde “vive en una residencia”, el silencio es inmediato.
Algunos cambian de tema. Otros insinúan con gestos lo que no se atreven a decir: que quizá no hice lo suficiente. Es curioso cómo se juzga con tanta facilidad desde afuera. Nadie pregunta cuántas noches pasé sin dormir, ni cuántas veces ella se sintió insegura en casa. Nadie se pregunta si realmente habría estado mejor en un hogar improvisado para cubrir necesidades que superaban lo doméstico.
Esa es la parte que hay que empezar a romper: la residencia no es un fracaso, no es un abandono. Es una herramienta, un recurso, una forma de cuidar con medios reales. Como llevar a un hijo a la escuela, como ir a un hospital cuando uno se enferma. Cuando alguien tiene que ir al hospital nadie dice que es egoista. Pues esto igual.
De verdad, que ahora mismo las personas mayores están muy bien en estas residencias, porque tienen todo para poder tener una vida mejor. Además, y de esto si quieres hablamos otro día, a nivel social le ha venido muy bien, porque mi madre era de esas personas que su única compañía era el Sálvame de Telecinco, y encima ahora ya se lo quitaron.
Hoy, cuando la visito, hablamos de cosas simples. Del menú del día, de un programa que vio en televisión, de un recuerdo que se le viene a la mente. Son conversaciones tranquilas, sin la tensión de la obligación. Ella está cuidada, yo estoy más presente de otra manera. La decisión fue dura porque lo cultural pesa, pero el resultado fue evidente: fue lo mejor que pudo pasar.
Y quizá de eso se trate: de mirar la residencia no como el final de nada, sino como una continuación con otras reglas. Un lugar donde una madre puede seguir siendo madre y un hijo puede volver a ser hijo, sin que ninguno tenga que fingir que puede con todo.